Por Javier Mozzo Peña
Las imágenes de cientos de hectáreas de bosques nativos, frailejones y cerros quemándose han sido recurrentes en Colombia por esta temporada del año. Con un impacto mucho mayor, gracias a las redes sociales, con las que personas con un teléfono celular viralizan fácilmente fotos y videos de las conflagraciones que pocas veces -o tal vez nunca- han visto producirse prácticamente en su vecindario.
Desapasionadamente, se puede pensar que las imágenes deberían ser atípicas en un país ubicado en el trópico, con un elevado índice de precipitaciones, con temperaturas relativa y envidiablemente templadas a lo largo de los 365 días. Y con gobiernos -mucho más el presente- que han hecho de la lucha contra el cambio climático y el cuidado del agua, banderas muy bien izadas en la administración.
Las quemas han servido a ambientalistas para reforzar discursos en los que piden una transición energética y, al gobierno, ser más testarudo en su decisión de detener la exploración de hidrocarburos. Lo anterior, pese a que el país tiene una poca o casi nula participación en el llamado “calentamiento global”.
Depositario de la mayor cantidad de páramos en el mundo que son verdaderas fuentes de agua y donde nacen los más importantes ríos tributarios del Amazonas, Colombia debería mostrar más resultados en su estrategia para buscar dos cosas: proteger más los nacimientos de agua y migrar lenta y ordenadamente hacia una más diversificada matriz energética.
En medio de estos días soleados de enero es bueno analizar en qué vamos, esta vez de la mano de observadores internacionales.
Veamos: Pasaron casi desapercibidas las cruciales conclusiones de un reciente informe del Banco Mundial, dedicado al clima y al desarrollo del país. Si bien la contribución colombiana es relativamente baja a las emisiones globales, el organismo advierte que, de todos modos, los gases de efecto invernadero que emite el país han ido en aumento, por el transporte, la agricultura, y la deforestación, entre otras.
El Banco Mundial recomienda una batería de medidas para aplicar urgentemente: Más coordinación entre los organismos encargados de enfrentar el cambio climático y el Gobierno; reducción drástica de la deforestación; transformación del sector agrícola para hacerlo climáticamente “inteligente”; inversiones en sistemas de energía y transporte con bajas emisiones de carbono; sistemas de protección social que amortigüen el impacto a las personas más vulnerables; y una transición justa, a medida que disminuya la demanda por combustibles fósiles.
Y como a todo esto hay que poner plata sobre la mesa, la inversión adicional de la receta del Banco Mundial para Colombia asciende a los 92.000 millones de dólares al 2050. Con las reformas adecuadas, el Banco Mundial considera que el sector privado podría aportar hasta 74.000 millones de dólares de dicha inversión (80 por ciento), necesaria para la acción climática.
Tal como a los demás países miembros, la entidad ofrece sus buenos oficios para apoyar la transición colombiana, identificando oportunidades de inversión, reformas políticas, desarrollo de capacidades y movilización de financiamiento. Una agenda que, de nuevo, debería ser prioritaria.
Pero no se ha visto mucho movimiento por parte de la administración del presidente Petro para acoger las recomendaciones. Aparte, eso sí, de lo que muchos observadores consideran “grandilocuentes y catastróficos” discursos en escenarios internacionales, con un poco o nulo eco, y del timonazo que quiere darle al modelo económico hacia un enfoque más estatista y “popular”. Es decir, mucha paja y pocas realizaciones, en opinión de analistas.
Si se quieren seguir los consejos del Banco Mundial, hechos a mediados del 2023, ya vamos tarde. No se conoce un plan integral, estructurado y claro por parte del Gobierno para implementarlos. Más bien, el presidente prefiere la confrontación y el lavado de manos: fustiga al sector privado por querer buscar retornos adecuados a sus inversiones y ha arrojado culpas a los municipios por la que considera “incapacidad para generar sus propios planes de mitigación del riesgo climático”.
Las inversiones previstas por el gobierno en el Plan Nacional de Desarrollo aprobado en el 2022 para enfrentar los choques climáticos, ascienden a 114,3 billones de pesos al 2026, casi 30.000 millones de dólares al cambio actual. De ejecutarse, esa cuota inicial es menos de una tercera parte de lo que se necesita al 2050. Si sumamos ese presupuesto previsto a los 28,5 billones de pesos (7.300 millones de dólares) para tener un ordenamiento territorial en lo que Petro llama “transformación alrededor del agua y la justicia ambiental” sería un buen primer paso.
Pero saltan las incoherencias. Aparte de no querer darle juego al sector privado, una importante fuente de recursos del Plan de Desarrollo proviene del Sistema General de Regalías. Este, a su vez, se nutre de la explotación de minas, petróleo y gas, actividades que el propio Gobierno está marchitando al no permitir nuevas exploraciones. En 2022, las inversiones en exploración y producción petrolera no alcanzaron sumadas los 5.000 millones de dólares, insuficientes para que el país mantuviera el tercer puesto como mayor productor latinoamericano, lugar que perdió a manos de Argentina.
Se espera que los recursos también provengan de las propias entidades territoriales, departamentos y municipios que, para la emergencia de los incendios que hemos visto, han manifestado que no tienen siquiera un presupuesto digno para apoyar a sus cuerpos de bomberos, responsables de apagar las quemas.
En conclusión: un 80 por ciento de los 92.000 millones de dólares para la acción climática colombiana debe provenir de la concurrencia del sector privado. El gobierno Petro ya debería tenerlo jugando en su equipo, pero no ha sido así. Una mala estrategia.