Por Julián Ramírez*
En Colombia, una cifra nunca es solo un número. Es un relato, un argumento político, un termómetro de la realidad social y, en no pocas ocasiones, un campo de batalla ideológico. En un país donde los datos sobre pobreza, desempleo o inflación pueden definir la suerte de un gobierno, la tentación de ejercer influencia sobre ellos se convierte en un riesgo permanente para la salud democrática. Por ello, es momento de considerar un paso institucional trascendental: la adscripción del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) al Banco de la República.
Esta medida no sería un simple trámite administrativo, sino una profunda declaración de principios: la de blindar la credibilidad del sistema estadístico nacional, transformando los datos de un instrumento del debate político en un patrimonio de la ciudadanía.
Durante décadas, el DANE se ha distinguido por su mérito técnico y por contar con funcionarios de altísimo nivel. Sin embargo, carga con una limitación estructural: su dependencia jerárquica directa de la Presidencia de la República. Este diseño institucional, por su propia naturaleza, lo sitúa en una posición vulnerable a los vaivenes políticos.
No se trata de dudar de la ética individual de sus directores, sino de reconocer un principio básico de gobernanza: ninguna estadística nacional puede proclamarse plenamente independiente si su máxima autoridad es nombrada y puede ser removida por el gobierno de turno. La independencia, en este caso, es una condición que debe estar garantizada por la arquitectura del Estado, no solo por la voluntad personal.
Al observar las democracias más consolidadas del mundo, encontramos un denominador común: la protección institucional de la información oficial. En Estados Unidos, la Oficina del Censo y la Oficina de Estadísticas Laborales operan con una autonomía funcional robusta, dirigidas por profesionales designados para períodos que trascienden a las administraciones presidenciales. México nos ofrece un ejemplo aún más cercano y elocuente al transformar su Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) en un organismo constitucionalmente autónomo, lo que le ha granjeado una credibilidad inquebrantable ante la ciudadanía y los mercados. La Unión Europea, por su parte, edifica su política estadística comunitaria sobre el principio de independencia técnica absoluta.
En Colombia, en cambio, persiste la percepción, injusta o no, de que las cifras pueden ser presentadas con un tono que rinde cuentas al poder ejecutivo antes que al ciudadano. Esta sombra de duda, por tenue que sea, erosiona un activo invaluable: la confianza.
Cuando la sociedad desconfía de sus propios datos, el debate público se empobrece, la formulación de políticas se debilita y la credibilidad internacional del país se resiente ante los ojos de inversionistas y organismos multilaterales.
Adscribir el DANE al Banco de la República representa la oportunidad de trasplantar a la producción estadística la misma solidez independiente que ya disfruta la política monetaria. El Banco, por mandato constitucional, goza de autonomía administrativa, técnica y patrimonial.
Así como ningún gobierno puede ordenar la emisión de billetes o fijar la tasa de interés por decreto, tampoco podría haber espacio para influir en el cálculo del índice de precios o la tasa de desempleo si el DANE operara bajo su égida institucional.
La analogía no es fortuita. Las estadísticas confiables son para la política pública lo que una moneda estable es para la economía: la base de la confianza y la medida del valor. Un dato de inflación distorsionado o una cifra de desempleo maquillada pueden llevar a decisiones tan erróneas y dañinas como una emisión irresponsable de dinero. Si en la década de los noventa Colombia comprendió la urgencia de independizar su banco central, hoy debe reconocer que la autonomía estadística es la extensión lógica e indispensable de ese logro.
La sinergia técnica ya existe.
El Banco de la República basa sus modelos econométricos y sus decisiones de política monetaria en las series oficiales producidas por el DANE. Una integración institucional formal potenciaría esta relación, garantizando una coherencia macroeconómica más profunda, con datos que fluyan sin desfases y revisiones constantes, proporcionando insumos más consistentes, oportunos y transparentes.
Es crucial aclarar que la independencia técnica no debe confundirse con un centralismo tecnocrático que ignore la diversidad del país. Una de las críticas más persistentes al DANE ha sido su dificultad para capturar la compleja realidad de las regiones, donde las zonas rurales y periféricas suelen quedar subrepresentadas bajo el peso de un sesgo urbano.
Por ello, esta reforma debería ir acompañada de una transformación estructural de la arquitectura territorial del DANE. Sería imperativo crear, por ejemplo, una Subdirección Nacional de Estadísticas Sociales y Territoriales.
Esta unidad garantizaría que temas cruciales como la pobreza, la educación, la salud y la vivienda mantengan un enfoque integral y no queden subsumidos por las urgencias de la política económica. Esta subdirección podría tejer alianzas estratégicas con universidades públicas regionales, observatorios sociales y centros de investigación, haciendo de la estadística un puente dinámico entre Bogotá y los territorios, y no una torre de marfil en la capital.
La historia reciente de América Latina está plagada de lecciones sobre los peligros de politizar los datos. El caso del INDEC en Argentina durante el kirchnerismo, cuya credibilidad se vio severamente dañada por la manipulación de las cifras de inflación, es una advertencia elocuente. Venezuela, por su parte, experimentó un colapso estadístico que impidió medir con precisión su propia crisis humanitaria.
Colombia no ha caído en esos extremos, pero la fragilidad institucional es un riesgo latente. Los debates recurrentes sobre metodologías del PIB, los cambios en los cálculos de pobreza o las discrepancias entre distintas fuentes oficiales no necesariamente delatan una manipulación, pero sí alimentan la sospecha y abren la puerta a interpretaciones interesadas.
Imaginemos, por un momento, un futuro diferente. Un futuro en el que los indicadores clave son recibidos por la ciudadanía no con escepticismo, sino como una base sólida para el debate; un futuro donde los medios de comunicación no se pregunten quién gana o pierde con cada dato, sino qué políticas públicas debemos mejorar a partir de la evidencia. Este salto en la madurez democrática es posible.
La adscripción del DANE al Banco de la República, con una dirección designada por períodos fijos mediante un proceso meritocrático y transparente, enviaría una señal poderosa al mundo: Colombia está decidida a blindar su verdad oficial al más alto nivel institucional. Para organismos como la OCDE y el FMI, esto equivaldría a un sello de calidad institucional, con un impacto tangible en la confianza de los inversionistas.
En esencia, este debate trasciende lo técnico para adentrarse en lo ético. Se trata de definir a quién pertenecen los datos: ¿al gobierno de turno o a la sociedad? Las cifras no son un recurso del poder político; son un bien público, pagado por los impuestos de todos y vital para la rendición de cuentas. La estadística debe estar, incansablemente, al servicio de la verdad.
El Banco de la República nació para proteger el valor de la moneda. Hoy, Colombia necesita con urgencia una institución que proteja, con el mismo celo, el valor de la verdad. Ese guardián, sereno e independiente, solo puede ser un DANE libre, técnico y autónomo, firmemente anclado en la solidez del Banco de la República, para servicio de la Colombia de hoy y de las generaciones por venir.
*Politólogo, Internacionalista y Geo-Estratega