Arcoíris violento

Confidenciales del Congreso
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Por: Jorge H. Botero

Los masivos episodios de malestar social han venido acompañados de múltiples modalidades de violencia

Suele decirse que somos por naturaleza un país violento. Ninguno lo es. Como los humanos somos ángeles y demonios, la violencia a veces aflora por factores que afectan la sique colectiva o determinados individuos. Alemania y Japón durante las Segunda Guerra Mundial cometieron crímenes contra la humanidad que todavía hoy nos horrorizan; esas sociedades son, en la actualidad, paradigmas de convivencia civilizada. Colombia, que inició el siglo XX agobiada por la guerra de los mil días, luego de superarla en 1902 vivió un largo ciclo de paz que abruptamente cesó en 1948 con el crimen de Jorge Eliecer Gaitán. Sin embargo, el asesinato de varios candidatos presidenciales a fines de los ochenta no dio lugar a una revuelta popular sino a una gran convergencia ciudadana que culminó en la Carta de 1991.

El arcoíris aporta un buen símil para analizar las distintas modalidades de violencia que hemos soportado en estas horridas semanas: la interposición de la lluvia en ciertas horas del día, entre la luz blanca del sol y el observador, la descompone en una paleta de colores diferentes. En efecto:

La contención de los recientes disturbios ha ocasionado, a veces, actuaciones de la fuerza pública carentes de necesidad y mesura; en otras ocasiones, los policías han reaccionado con violencia por miedo a la multitud o en defensa de su vida. Estos diferentes tipos de episodios deben ser esclarecidos de manera individualizada, y seguramente darán lugar a programas de reentrenamiento. Así mismo, se han presentado muertos y heridos como resultado del empleo de armas de dotación menos letales. Se precisa revisar las posibles causas: protocolos defectuosos, falta de experiencia o la naturaleza misma de los equipos. Cabe igualmente analizar si el tamaño de los contingentes para afrontar disturbios es el adecuado; quizás si fueran mayores podrían reducirse los riesgos inherentes a unas actividades que, de todos modos, comportan peligro.

Atendiendo un mandato de la Corte Constitucional, y en línea con el reporte de la CIDH, se presentará al Congreso un proyecto de ley para determinar cuándo y en qué condiciones la Fuerza Pública puede intervenir para disolver las protestas y movilizaciones. Esa regulación es indispensable. No puede haber derechos absolutos; la protesta solo goza de amparo cuando es pacífica. En teoría, adoptarla no es complejo; abundan los instrumentos internacionales sobre la materia y la jurisprudencia es un referente adecuado. Pero el ambiente es vitriólico.

También hemos presenciado múltiples agresiones contra los policías. Los varios muertos y numerosos heridos no pueden dejarnos indiferentes; han pagado esos servidores públicos un duro precio en el desempeño de tareas básicas para la sociedad. Como suele decirse, debemos llorar por ambos ojos. La justicia debe actuar con celeridad y rigor para castigar a los responsables. Los delitos que contra ellos se cometen implican, en el mundo entero, penas más onerosas.

La Primera Línea

El fenómeno conocido como primera línea, requiere particular atención. Su objetivo inicial, que supuestamente consistía en proteger a los marchantes, se ha transformado en una estrategia para provocar enfrentamientos con la policía, liberar ciertas zonas y ejercer, en los denominados puntos de resistencia, una autoridad de facto. Estas son las características de un movimiento insurreccional, seguramente conectado con movimientos guerrilleros.

No hay de que sorprenderse. Los conatos revolucionarios son tan antiguos como la humanidad. Contra los desmanes que se cometan cabe el ejercicio de la fuerza legitima del Estado, incluso, cuando sus objetivos son ya inequívocos, antes de que ellos se desencadenen. Por eso puede impedirse que unos ciudadanos, en apariencia pacíficos, porten escudos, máscaras antigases, explosivos, garrotes y piedras. Tomen nota los políticos que financian esas dotaciones que su conducta es punible.

Cuestión diferente es el vandalismo: la destrucción masiva de sistemas de transporte, instalaciones policiales y oficinas bancarias. Se trata, en estos eventos, de ira ciega e irracional, reflejo de un rechazo profundo al orden social que se percibe injusto. Mal haríamos en suponer que basta la acción policial. Se requiere medidas extraordinarias para ayudar a quienes están sumidos en la pobreza, casi la mitad de la población. El gobierno ha hecho lo que ha considerado factible sin colocar en riesgo la estabilidad económica. La reforma tributaria que se presentará esta semana busca obtener recursos adicionales para ese objetivo. La liberación de nuevos recursos por el Fondo Monetario también ayudará a financiar unos programas sociales que son urgentes.

Los narcos han aprovechado la anarquía reinante para realizar algunas intervenciones destinadas a proteger sus negocios. La destrucción de la sede del poder judicial en Tuluá pretendía eliminar unos expedientes incomodos; el crimen de un joven activista en Pereira buscaba mitigar la perturbación causada al mercado local de drogas por las protestas. Seguimos librando la famosa guerra contra las drogas que no podemos ganar. Respecto del saqueo de oficinas y comercios poco hay que decir: son producto de la delincuencia común que pesca en rio revuelto. Están en lo suyo.

La demolición de estatuas, obra primordial de una etnia indígena, implica el repudio de una historia de más de quinientos años. Una utopía absoluta; el pasado es irrevocable. Además, constituye el rechazo implícito de la Carta Política, que postula una nación única, así la conformen varias culturas, pero repudia la existencia de otras que le compitan en su territorio: Colombia es una sola. La desafiante movilización indígena sobre Cali ocurrida hace poco, es otro episodio demostrativo de una grieta profunda que hemos de remediar.

Tendremos un intenso resto de año en el frente político. Habrá que ver cómo el Congreso recibe las iniciativas gubernamentales y las que presentará el comité de paro. Los candidatos presidenciales tendrán que jugarse a fondo: no se construyen liderazgos guardando silencio o diciendo generalidades.

Briznas poéticas. Borges deslumbrado, como tantas generaciones, por Homero: “No Habrá una cosa que no sea una nube. Lo son las catedrales de vasta piedra y bíblicos cristales que el tiempo allanará. Lo es la Odisea que cambia como el mar. Algo hay distinto cada vez que la abrimos…”.

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