Por: Julián Ramírez.
Los resultados de las elecciones para los Consejos de la Juventud no son una mera anécdota electoral; son la radiografía de un terremoto político en las entrañas de una generación. El desplome de las listas afines a la Colombia Humana-UP (de 9 localidades en Bogotá a apenas una) frente al avance del Centro Democrático en 11 localidades, es la crónica de una decepción anunciada. Este giro no es un reacomodamiento táctico, sino un síntoma terminal del agotamiento de un ciclo progresista y la resurrección de una derecha que supo leer el nuevo zeitgeist.
Para comprender esta metamorfosis, es imperioso revisar el contexto de los últimos años:
- El Espejismo de la Protesta (2021-2023): El Paro Nacional de 2021 fue la catarsis de una generación. Los jóvenes, protagonistas indiscutibles, canalizaron su ira contra el gobierno de Iván Duque bajo el paraguas discursivo de la Colombia Humana. En ese momento, la izquierda era la voz de la calle, la promesa de un cambio radical.
- La Tragedia del Poder (2022-actualidad): La elección de Gustavo Petro materializó ese anhelo, pero en ese mismo acto, firmó su sentencia de desgaste. La izquierda que soñaba con dinamitar el sistema desde fuera, de repente, tuvo que gestionar su burocracia. La energía revolucionaria se estrelló contra la cruda realidad de la gobernanza y la incapacidad de cambios inmediatos. La oposición, liderada por un Centro Democrático astuto, se reposicionó no como el establishment, sino como el dique de contención frente a un gobierno que etiquetaron de experimental e inseguro.
Las encuestas no mienten; constatan la hemorragia. La Encuesta Invamer (Septiembre 2024) revela un dato estruendoso: Álvaro Uribe, el núcleo duro de la “derecha”, es el favorito del grupo de 18 a 24 años, superando el 30%. Estudios del CEDE de la Universidad de los Andes confirman este viraje: los jóvenes, pragmáticos y desincentivados, migran hacia la centro-derecha, especialmente en temas de seguridad y economía. Se desmonta así el mito desacertado de una juventud inherentemente progresista. Hoy, es una generación desencantada, que vota con el bolsillo y el miedo.
De esta menara hay que decir que la energía anárquica de la protesta es incompatible con la lógica gris del Estado. Al ser absorbida por las instituciones, la izquierda ha ido agotando su combustible: la indignación. El desgaste de la gestión Petro y la burocratización de sus ideales generaron un vacío que la oposición ha llenado con eficacia.
Así, la teoría de la Estructura de Oportunidad Política nos muestra que la llegada de Petro al poder no fue la tumba para el Centro Democrático, sino su renacimiento. Dejaron de ser el partido del status quo para convertirse en la voz crítica de un nuevo status quo que asusta a muchos. La ventana de oportunidad se abrió para quien prometiera «orden» tras la percibida «anarquía».
De esta manera, el Ciclo de Protesta y Contención (Tarrow) explica que a todo movimiento ascendente le sucede su contramovimiento. La hegemonía cultural de la izquierda en 2021 generó su propia antítesis: una juventud que, alarmada por la polarización y la retórica divisiva, abraza un discurso de autoridad, seguridad y valores tradicionales. Lo que hoy presenciamos es la fase de contención.
Y en este panorama, es crucial desenmascarar la ficción más peligrosa de la política contemporánea: el llamado «Centro político». Esta etiqueta no es más que un eufemismo, una izquierda vergonzante que se disfraza de moderación para no espantar al electorado. La evidencia es abrumadora: para un candidato de «centro» es infinitamente más fácil, y políticamente menos costoso, tender alianzas y dar apoyos a figuras de izquierda que a las de derecha. Cuando no lo hacen de manera explícita, utilizan el lenguaje codificado de la «coalición plural» o el «gobierno de unidad», mientras en la práctica delegan en sus bases y seguidores la tarea de apoyar a la izquierda, manteniendo sus manos limpias. Es un juego de prestidigitación política: proclamarse neutrales mientras el peso de su influencia siempre se inclina hacia un lado del tablero.
Lo más revelador es que ni sus propios adeptos pueden definir con claridad qué significa ser «de centro». Es una tierra de nadie ideológica, un espacio difuso carente de principios rectores, que solo existe como reacción a los «extremos», a los que ellos mismos contribuyen a polarizar. Es una postura cómoda, estéril y fundamentalmente deshonesta.
La realidad global confirma que la era del «centro» como fuerza con identidad propia ha terminado. El mundo actual se está reconfigurando en un pulso claro entre dos proyectos antagónicos:
- Los nacionalismos de derecha: Desde el ascenso de Vox en España, la Brothers of Italy de Giorgia Meloni, o la Agrupación Nacional de Le Pen en Francia, hasta los movimientos «America First» en Estados Unidos y el fenómeno de Javier Milei en Argentina. Todos ellos articulan un relato poderoso basado en la soberanía, la seguridad fronteriza y la defensa de la identidad nacional.
- Las coaliciones de izquierda y progresistas: Como el gobierno de coalición en Alemania, el bloque ecologista y socialista en Francia, o el propio Pacto Histórico en Colombia. Su narrativa se centra en la justicia social, la agenda climática y la ampliación de la base del derecho, pues creen que entre más derechos más democracia, pero no se dan cuenta que buscan convertir en derecho muchos de sus gustos personales.
Esta es la tendencia inexorable. La gente no se moviliza por lo ambiguo, sino por lo claro. No se apasiona por la tibieza, sino por las convicciones. La batalla cultural e ideológica del siglo XXI se libra entre quienes creen en la nación, la libertad individual y el orden, y quienes priorizan la transformación social, la equidad y la intervención estatal. En este escenario, el «centro» es un fantasma, un espacio vacío que solo sirve de puente para que, una y otra vez, la izquierda acceda al poder con un rostro presentable.
Es decir, el triunfo del Centro Democrático en la juventud es la antítesis esperable a la tesis de la izquierda. Confirma que las nuevas generaciones son un termómetro implacable de la realidad, no un laboratorio de ingeniería social. Han pasado de la euforia de la protesta a la crudeza del pragmatismo. La lección es diáfana: en política, el poder es efímero y la lealtad, un lujo que nadie se puede permitir. El futuro de Colombia no se decidirá en un «centro» ambiguo y complaciente, sino en la clara y necesaria disputa entre dos visiones de país irreconciliables. Esa es la verdadera democracia.