Por: José Obdulio Espejo Muñoz
Cuando era teniente coronel y laboraba en el Comando General de las Fuerzas Militares, el general Mario Montoya Uribe –por aquel entonces comandante del Ejército Nacional– me hizo la vida de cuadritos.
Procuraba no encontrarme con él para evitar que me citará a su despacho y me regañara, como en efecto lo hizo en varias ocasiones. Era común escucharle decir que estaba tentado a darme de “baja».
Lo que en otros escenarios laborales puede ser considerado o interpretado como acoso, para mí y otros tantos militares, acostumbrados a trabajar con comandantes recios como él, su proceder hace parte de la dinámica superior-subalterno.
Una relación oscilante y cargada de matices que solo podemos entender quienes abrazamos la noble profesión de las armas.
Hago esta aclaración para que los lectores comprendan que este escrito en tono de defensa no está motivado por la amistad, la obediencia ciega, la subordinación per se o la devoción absoluta con tintes de idolatría por Mario Montoya.
Soy un convencido de que por encima del hombre está la investidura y la institución que él representa, por lo que mis hipótesis se encaminan en este rumbo.
Un veredicto anunciado
La comparecencia del general Montoya ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) es la crónica de un veredicto anunciado.
Él está condenado desde el día que colgó su uniforme de fatiga. En su caso poco o nada importa que la presunción de inocencia sea la columna vertebral de nuestro derecho penal.
No existen alegatos suficientes, mucho menos argumentos contundentes que, en derecho, coadyuven a su defensa en la intención de probar que no es culpable de los delitos que se le endosan. Este veredicto de culpabilidad lo lleva colgado en su pecho cual gafete con su nombre en el uniforme.
Para la JEP, el general Montoya es bocatto di cardinale y candidato por excelencia para llevar el rótulo de máximo responsable de los “falsos positivos”.
Al Tribunal de la Paz no le importa mucho el nombre del acusado, pero sí el hecho de que este hubiera sido comandante de la fuerza que, en nombre del Estado, ha llevado el peso de nuestro conflicto armado en los últimos 60 o 70 años.
Confirma mi tesis la conferencia de prensa con tintes circenses que en días pasados convocó el alto tribunal transicional.
El encuentro con los periodistas fue atendido por los magistrados Catalina Diaz Gómez y Óscar Javier Parra Vera, relatores de la Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad.
Allí se hizo la imputación de crímenes de guerra y de lesa humanidad al oficial retirado en el marco del macro caso 03, que versa sobre “Asesinatos y desapariciones forzadas presentados como bajas en combate por agentes del Estado”.
En este punto es obligatorio preguntarse ¿por qué la JEP no citó a una audiencia formal al general Montoya, en lugar de optar una rueda de prensa donde se leyó un comunicado sobre estos asuntos? ¿Era necesario el show mediático?
En una corte que se supone está a la altura de tribunales históricos como los de Núremberg, Tokio, Yugoslavia y Ruanda, lo propio era que los magistrados, luciendo sus togas, hubieran sentado al general Montoya en el banquillo de los acusados y leído en su presencia el sustrato del auto de imputación que condensa los graves crímenes que le son atribuidos.
Pero este camino solemne no servía a los intereses de la JEP. Todo este entramado jurídico tiene un propósito mayor que ya he develado en otros escritos. Exponer los hechos del Caso 003 como una bien elaborada empresa criminal ideada por Montoya cuando era comandante de la Cuarta Brigada, en la que hubo contubernios, ocultamientos, complicidad, prácticas recurrentes y conductas sistemáticas.
Una especie de política de Estado no escrita, en el mayor crimen contra la humanidad que el mundo civilizado haya conocido. Incluso, crimen que está por encima del Holocausto y los genocidios en los Balcanes, Camboya o Ruanda, entre otros.
Se ha allanado el camino para argumentar en otro auto de imputación que después de que el general Montoya asumió la comandancia del Ejército, este patrón tomó visos de sistematicidad y se propagó a lo largo y ancho de los cantones militares y cuarteles del país.
Al final el día, las certezas jurídicas de la JEP se deben compaginar con las verdades segadas y a medias de la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad (CEV). Debo recordar que los diez tomos del Informe Final apuntan al Estado y sus agentes –léase uniformados– como los grandes culpables de nuestra guerra intestina y, entre líneas, exculpa a las guerrillas de su barbarie.
Para llegar a esta conclusión, basta con escuchar las intervenciones de los magistrados convocantes a la conferencia de prensa, en especial sus respuestas a las preguntas del periodista de Colprensa, Marlon Barros (1:29:03).
Causa horror escucharlos hablar de la existencia de “órdenes implícitas” y la adopción de políticas “de facto”, supuestos que generan dudas razonables sobre la argumentación de la JEP en esta causa.
Al referirse a la política de defensa y seguridad adoptada a partir de 2002 –en la que evidentemente se alude a resultados en términos de “bajas, capturas y desmovilizaciones”–, la magistrada Díaz Gómez dictó sentencia anticipada: “[…] el comandante de la Cuarta Brigada, el general Mario Montoya, adoptó una política de facto en la Cuarta Brigada que privilegió las muertes como único indicador real del éxito militar…”
En este punto considero conveniente reafirmar que no soy negacionista. Claro que el fenómeno criminal de los homicidios en persona protegida sí sucedió en Colombia. De ahí que con mi escrito no busco exculpar ni al general Montoya ni a ninguno de los comparecientes e indiciados ante el Tribunal para la Paz. Eso sí, reclamo para ellos ese derecho supraconstitucional que se denomina debido proceso.
En una segunda entrega de este escrito explicaré con suficiencia y argumentos algunas de las falacias en las que incurre la JEP para validar sus presunciones en el caso contra el general Montoya.