Por: Javier Mozzo Peña
Con las aguas aún agitadas por la reciente elección presidencial en Venezuela, apetece mucho analizar lo que viene para ese país.
Encaminado a seguir en el socialismo por otros 6 años, pronto se completarán tres décadas de un régimen que ha dejado una economía destruida y a casi ocho millones de refugiados dispersos por el mundo. Un récord para un país que no se ha declarado en conflicto con otro.
Si el estado de cosas se mantiene, no se puede pensar en otra cosa que Venezuela ahonde su caída y siga siendo pasto fácil de ambiciones geopolíticas de adversarios hostiles a Occidente.
Los escenarios extremos posibles van desde una salida negociada de Nicolás Maduro y su camarilla -para que gocen de un “retiro dorado” en otro país- hasta una muy extrema como la intervención militar que lo saque del poder, tal como la que se aplicó a Gadafi en Libia o a Hussein en Irak.
Pero esta última posibilidad está cerrada, dados los conflictos que escalan todos los días en Oriente Medio, Ucrania y el Lejano Oriente y en los que Estados Unidos y Europa están metidos hasta el cuello.
Entonces surge la pregunta: ¿En qué le fallamos a Venezuela?
Occidente tiene mucho por reflexionar y explicar acerca de por qué llegamos a la situación actual.
Lo que viene a la mente es que se ha fallado por una inacción generalizada. Durante más de 30 años se permitió moldear una organización de poder en Venezuela similar a la que manda en Cuba o Corea del Norte. La comunidad internacional asistió como espectador impávido.
Se ha permitido que compañías de países occidentales sean expropiadas en Venezuela sin avances en procesos judiciales para lograr indemnizaciones justas. Tampoco se ha hecho mucho para evitar la represión de las libertades, la toma de todos los poderes públicos por parte de una facción política, y el comercio ilegal de petróleo, oro y narcóticos.
Es verdad que Estados Unidos y Europa han aplicado sanciones a Venezuela; que Maduro y sus más cercanos colaboradores son buscados por la justicia internacional con el ofrecimiento de enormes recompensas; que se han congelado activos de los dirigentes del régimen; que el sistema financiero internacional ha desconectado al país, y que América Latina apoyó un fracasado gobierno interino encabezado por Juan Guaidó.
La inacción ha venido en no tapar las estrechas brechas por las cuales el régimen de Maduro ha eludido esas medidas, ayudado por potencias subregionales que buscan contrarrestar la influencia de Estados Unidos y Europa.
La respuesta de la comunidad internacional no ha hecho más que confirmar múltiples análisis académicos que apuntan a que la presión extranjera solo sirve para aumentar el apoyo popular de los autócratas en el poder.
Hoy, por medios ilegales o resquicios legales que eluden las sanciones impuestas, muchos países adversos a Occidente comercian con petróleo, gasolina y oro venezolano, sin que se vea una acción en aguas internacionales para detener embarques, requisar envíos o poner presos a quienes los facilitan.
Tampoco se ha avanzado en descongelar activos venezolanos para ser invertidos en la población de ese país o en atender a los millones de migrantes que cada año huyen para alejarse de la degradación económica.
Se puede advertir también que no ha sido suficiente o no sirvieron los canales diplomáticos regulares. Estos han sido aprovechados por el régimen para comprar tiempo, extender su permanencia y conectar a las economías de Rusia, China, Irán y Turquía.
Parece que Occidente sintió que perdió la batalla y permitió que Venezuela se desacoplara.
Ya desde mucho antes, los ojos de analistas se habían fijado en la política de Estados Unidos hacia Venezuela. John Bolton, asesor de seguridad nacional durante la administración del presidente Donald Trump, consideró que la acción estadounidense en esa etapa se caracterizó por una mezcla de ignorancia, incompetencia y frivolidad.
Bolton fustiga a Trump en su libro The Room Where it Happened: A White House Memoir, por dar bandazos. Se reprimió severamente con sanciones al régimen de Venezuela y Trump apoyó a Juan Guaidó como presidente interino cuando Maduro disolvió la Asamblea Nacional controlada por opositores. Pero después, Trump consideró a Guaidó no apto.
Bolton estaba seguro que una combinación de amenazas y sanciones contra Maduro daría vía a que millones de venezolanos se volcaran a las calles, reforzaría la presión internacional y, fundamentalmente, convencería a los militares venezolanos -sustento del régimen- de cambiar su lealtad. Pero no hubo un seguimiento a que se cumpliera el objetivo de esa estrategia.
Sin una línea de dirección clara liderada por Estados Unidos, el resto del hemisferio occidental terminó volando sin instrumentos.
Luego llegó la administración de Joe Biden. Rian Berg, director del programa para las Américas del Centro Internacional de Estudios Estratégicos, destacó el cambio radical de la política estadounidense sobre Venezuela, cuando el mandatario demócrata tomó el poder. El levantamiento de las sanciones al régimen de Maduro alteró mucho la política hacia Venezuela.
Berg considera que se dejó atrás la política de “máxima presión” que Biden heredó de su predecesor, la cual había recibido el apoyo bipartidista en el Congreso estadounidense. La política de flexibilización de las sanciones y concesiones, buscaba que se garantizara una elección libre y justa y el desmonte de décadas de régimen socialista. Pero no fue así.
Lo que queda es tomar nota de las fallas cometidas y las lecciones aprendidas, así como darse cuenta que lidiar con regímenes autócratas debe ir más allá de bloqueos, sanciones y amenazas que pueden ser bien eludidos. Están en juego, ni más ni menos, la confianza en los valores democráticos y las libertades de Occidente.
@javimozzo