Por: Javier Mozzo Peña
Se posesionó el pasado 10 de diciembre el nuevo presidente de Argentina, Javier Milei y le corresponderá hacerse cargo de un país en muy serias dificultades, con unos 45 millones de habitantes soportando una de las mayores inflaciones del mundo y el serio vicio de imprimir billetes, vivir al debe y no pagar.
Desde mucho antes de que le fuera puesta la banda presidencial, las propuestas de campaña del economista del movimiento Libertario ya levantaban polvareda.
La elección se concretó con planteamientos muy llamativos y polémicos, por la motosierra que Milei hacía funcionar en sus actos de campaña, prometiendo hacer sustanciales recortes al gasto público, uno de los detonantes de su precaria situación.
¿Cómo es que la tercera mayor economía de América Latina se fue a semejante abismo, siendo una nación con una pujanza similar e incluso superior a la de Estados Unidos a comienzos del siglo XX?
Por medidas de carácter fiscal y monetario a todas luces irresponsables, en un país con enormes riquezas, con las que alguna vez alimentó al mundo gracias a su fuerte sector agropecuario.
Ya sentado en el sillón presidencial y con la marea tranquila, el nuevo gobierno argentino adoptó medidas que conforman un ajuste, sin duda, hacia adelante.
Milei redujo a 9 desde 18 el número de ministerios; devaluó el tipo de cambio oficial en más de un 50%; no renovará los contratos laborales en el Estado con menos de un año de vigencia; reducirá los subsidios a la energía y al transporte; y suspenderá toda pauta publicitaria oficial.
Sin prometer ríos de leche y miel, pero sí trabajo duro y constante, Milei espera que su estrategia de volver al libre mercado se vea reflejada en recuperar su credibilidad y estabilidad, no sin antes pasar por dolorosos sacrificios.
El duro ajuste presupuestal argentino de cinco puntos del Producto Interno Bruto, que inmediatamente fue aplaudido por el FMI, vendrá para un país sin pizca de credibilidad financiera internacional, convertido en el mayor deudor de ese organismo.
Lituania y Portugal enfrentaron semejante tratamiento de choque en la primera década del presente siglo y apenas hasta ahora se están viendo los frutos.
“El objetivo es simplemente evitar una catástrofe y poner a la economía en la senda correcta”, dijo el ministro de Economía, Luis Caputo, al anunciar las determinaciones.
En Colombia, a los ajustes se les llamó “el cambio”. Desde el programa de campaña del presidente Gustavo Petro en 2022, ya se vislumbraba la estatización detrás de las propuestas. Una estrategia que ya había adoptado el país en tiempos en los que las políticas en las que el Estado estaba presente en todas las actividades prometían desarrollo, pero que entre las décadas de 1980 y 1990 implosionaron.
Tras la crisis, se dio paso a la política de apertura económica. Con ella, el país sobresalió en América Latina por su estabilidad, cierta apertura comercial y aumento de la actividad privada, pero sin resolver totalmente sus duras inequidades sociales, en medio de un sangriento conflicto armado.
Hoy, entrada la segunda década del siglo XXI, el primer gobierno de izquierda en la historia del país empezó por marchitar la política de ampliar la frontera de exploración y explotación de hidrocarburos, su principal fuente de ingresos fiscales y de divisas, en una mal entendida interpretación del efecto en el cambio climático.
La huella de contaminación de Colombia apenas se percibe y alcanza un 0,6% a nivel mundial. Hacia adelante, no permitir nueva exploración de petróleo y gas provocará nada más y nada menos que la pérdida de la seguridad energética, como ya se ha anunciado, a manos de Venezuela, que hace mucho tiempo dejó paralizado su sector energético.
Colombia afronta un estancamiento de nuevas actividades e inversión fresca en la construcción de obras civiles y vivienda, así como en la industria.
Estos sectores venían respondiendo por buena parte de la generación de riqueza, lo que dio alguna estabilidad económica con modestos crecimientos de entre 3 y 4%.
Aquí también se quiere aplicar la estrategia de Estado desarrollista, por ejemplo, entregando a las fuerzas armadas las responsabilidades de construcción y operación de infraestructura en vías, puertos y ferrocarriles.
Y estamos en una parálisis casi total de la actividad legislativa, entregando tiempo y esfuerzo a polémicas e impopulares reformas en los campos laboral, pensional y de la salud, en las que tampoco se quiere dejar espacio de acción a la iniciativa y el esfuerzo privado.
Los riesgos para la reactivación económica, la formalización laboral y la generación de empleo están puestos sobre la mesa.
Ya lo advirtieron esta semana el Consejo Gremial Nacional y el exministro Mauricio Cárdenas: se vislumbra la pérdida de entre 450.000 y 500.000 empleos, en medio de una coyuntura de elevado desempleo superior al 9%, de un retroceso económico de 0,3% y de expectativas de inflación que rondan el 10%.
¿Queremos consolidar al país con el tercer mayor nivel de inflación en América Latina después de Venezuela y Argentina y con uno de los peores desempeños económicos en la OCDE?
Hay ajustes hacia adelante y ajustes hacia atrás. Es deber de quienes ejecutan la política pública de Colombia escoger la primera opción, para no llegar a situaciones casi irreversibles como la de Argentina.