La paz de Santos: ¿espejismo o realidad?

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Por: José Obdulio Espejo Muñoz

Con un promedio anual de más de 12 mil muertes violentas en el último lustro (2016-2021), según datos de la Policía Nacional y la Fiscalía, y la ocurrencia en este periodo de miles de crímenes asociados a temas ideológicos y políticos −desaparición, despojo de tierras, desarraigo y reclutamiento forzado de niños, niñas y adolescentes, entre otros− en Colombia se conmemoran hoy los primeros cinco años de la firma del texto final del Acuerdo de Paz suscrito entre el gobierno Santos y las Farc.

Valuar si el Acuerdo Final trajo paz a Colombia o si estamos inmersos en una ilusión o espejismo, sólo se puede hacer a la luz de las evidencias. Para hacer el balance de este lustro, únicamente me referiré en extenso a tres o cuatro de los seis puntos pactados el 24 de noviembre de 2016, pero no en el exegético orden del documento original de 310 páginas que suscribieron Juan Manuel Santos y Timoleón Jiménez. Antes, me permitiré exponer dos tesis que soportarán las consideraciones expuestas párrafos abajo.

En primer lugar, la polarización resultante del plebiscito refrendatorio entre el SÍ y el NO −léase los partidarios del acuerdo y su detractores− se trasladó a diferentes escenarios. Mientras que para algunos sectores las actuaciones de la JEP y de la Comisión de la Verdad (CEV) enaltecen lo firmado, para otros se asiste a instrumentos de impunidad frente a los graves crímenes de guerra y las graves violaciones al derecho internacional de los derechos humanos endosables a las extintas Farc.

En este orden de ideas, para los exFarc, el gobierno le ha incumplido a la guerrillerada desmovilizada en su tránsito a la normalidad, en términos de recursos para la puesta en marcha de proyectos productivos, inversión en los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR) y seguridad personal.

En segundo lugar, el Acuerdo Final no contempló estrategias de seguridad para aquellos territorios históricos donde el conflicto se ha desarrollado con mayor efervescencia. En estas áreas, en especial aquellas que abandonaron las Farc en su repliegue, se están presentando nuevos fenómenos de violencia que nos llevan a estar en un período de posacuerdo, pero jamás de posconflicto o de paz.

Hoy, en lugar de tener unas Farc, tenemos tres, incluido el movimiento político Comunes. Asistimos, entonces,  a una falsa sensación de paz o lo que yo llamo el espejismo de la paz de Santos.

Balance de lo acordado

Comenzaré por desempolvar mi apreciación sobre el tercer punto convenido −“Fin del conflicto”−, que guarda estrecha relación con el pretencioso rótulo que se dio al documento total: “Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera”. Y subrayo el calificativo de pretensioso, porque pocos entendieron que se estaba pactando la paz con algunas facciones del grupo guerrillero más grande y antiguo de Colombia, pero jamás con el conjunto de la organización y menos aún con otros grupos alzados en armas como el ELN y el EPL, por citar dos ejemplos de estructuras de similar naturaleza.

La narrativa que se suscitó en torno a este punto imbuyó al país en esa falsa sensación de paz enunciada párrafos atrás. Es claro que no todas las estructuras de las Farc silenciaron sus fusiles −como preveían los teóricos del Desarme, la Desmovilización y la Reinserción o DDR− y que muchas de las áreas que el grupo ocupaba en los territorios fueron colonizados por otras fuerzas, dándose una redistribución de poder que generó nuevas dinámicas conflictuales.

La culpa de este exabrupto recae exclusivamente en el entonces presidente Santos, quien, en su afán de evitar que algún episodio o circunstancia diera al traste con sus planes, apresuró la firma y ralentizó el accionar de la Fuerza Pública, confinándola en cuarteles y estaciones. Bocatto di cardinale para cabecillas, capos y patrones.

En consecuencia, en Colombia es un equívoco hablar de paz o posconflicto. El país experimenta realmente un proceso de posacuerdo Gobierno-Farc, con las limitaciones propias de este contexto, verbo y gracia, el asesinato, la intimidación y las amenazas a excombatientes farianos, líderes sociales y autoridades indígenas, entre otros grupos poblacionales vulnerables. La autoría intelectual y material de estos hechos es endosable a un complejo abanico de estructuras de corte criminal con presencia en los territorios: disidencias, combos, bandas, carteles del narcotráfico y grupos de poder local.

Esta realidad me lleva a adentrarme en el punto cuatro del Acuerdo Final o “Solución al problema de las drogas ilícitas”. Desde los años ochenta, el cultivo, la producción y el tráfico de drogas ilícitas, han actuado y actúan cual carburante de nuestro conflicto armado interno. Guerrillas, grupos de autodefensa, bandas de crimen organizado y ahora disidencias, han financiado su maquinaria de guerra con el tráfico de clorhidrato de cocaína, marihuana prensada y sustrato de la adormidera o amapola común.

En rededor de esta problemática se da una verdadera discusión bizantina de nunca acabar entre el Estado y los habitantes de los territorios donde hay cultivos ilegales, que gravita sobre dos inamovibles. En primer lugar, el método de erradicación (manual o aspersión aérea) y, en segundo, cuáles cultivos podrían dar el mismo margen de rentabilidad. El panorama se agrava cuando las buenas intenciones de colectivos ambientalistas se oponen al uso de agentes químicos por parte del Estado, pero guardan silencio cómplice en relación con el ecocidio que se perpetra desde cocinas y laboratorios.

Es, además, una verdad de Perogrullo que el campesinado y la mano de obra flotante en torno a estos cultivos ilícitos es presionada para que no ceda ni un milímetro frente los planes del Gobierno para poner fin a este flagelo. El quid del asunto estriba en el hecho de que si bien alguien lograse desenredar este nudo gordiano, apenas se estarían atacando los primeros eslabones de la cadena del narcotráfico, por lo que se puede afirmar que este articulado del Acuerdo Final es por ahora letra muerta.

Ahora bien, esta espiral de violencia que aún se respira en el campo colombiano impacta sustancialmente en el punto quinto del acuerdo. Si bien es cierto que se repite a los cuatro vientos que las víctimas en su conjunto son el eje central de lo pactado, en la praxis peligra aquello que busca el Acuerdo Final: 1) verdad sobre lo ocurrido, 2) justicia por los crímenes cometidos en el marco del conflicto, 3) reparación para las víctimas, y 4) garantías de que no se repitan los hechos.

Para lograr tales propósitos, Colombia vio nacer el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (Sivjrnr). El componente de verdad recayó entonces en la

CEV, entidad que desde su creación ha trasegado sobre aguas pantanosas. Allí sólo se escucha el clamor de una parte de las víctimas: me refiero, por antonomasia, a aquellas que dejaron el Estado y sus agentes. Eso sí, la voz de las víctimas que dejaron las Farc no resuena con la misma intensidad.

Algunos de los productos preliminares elaborados por los áulicos de “Pacho” De Roux −como el videoclip Insurgentas, el libro Una maleta colombiana y los murales de la verdad de la comisionada Lucía González− son prueba fehaciente de esta afirmación. La CEV escucha a las mujeres que se jactan de haber engrosado las filas farianas, pero no a aquellas que denuncian haber sido objeto de abuso sexual y vejámenes. Escucha a los colombianos en condición de asilados políticos en el exterior, pero no a aquellos desarraigados por el accionar de las Farc.

Es recurrente escuchar en la Comisión a las víctimas de los condenables excesos de la Fuerza Pública, pero nunca a aquellas que dejó, deja y dejará la guerra en el seno de las Fuerzas Militares y la Policía Nacional. Esta actitud parcial y mezquina sale a flote con relación a aquellos vergonzosos hechos del pasado, pero también cuando un uniformado se excede en sus funciones y atribuciones en el ahora.

Es tal la liviandad del trabajo de la CEV, que hasta el mismísimo Ramón Jimeno criticó recientemente los espacios de escucha que la entidad llevó a cabo con algunos  expresidentes y con Timochenko, Mancuso y Uribe Vélez. Allí se hizo evidente el sesgo ideológico que marca su día a día.  Por ejemplo, el “Timo” amoroso de González con Timoleón Jiménez contrastó con el tono díscolo que estiló esta misma comisionada cuando increpó a Uribe. De ahí que no albergo la menor duda de que estamos ante una comisión que contará una verdad politizada, como quiera que su memoria es sesgada y selectiva.

Mi relación con el componente de justicia del sistema tampoco pasa por su mejor momento. Si bien la Jurisdicción Especial para la Paz ha demostrado avances con la apertura de los siete macrocasos −en especial el 01 (toma de rehenes)−, las narrativas contenidas en el 03 (homicidios en persona protegida) y el 07 (vinculación de niños y niñas a la guerra) presentan preocupantes desfaces con la realidad de lo ocurrido.

Esta es la hora que el Tribunal para la Paz continua en deuda con quienes seguimos de cerca su trabajo. Aún no nos ha logrado explicar con suficiencia de dónde sacó la cifra de 6.402 víctimas que asegura ocurrieron en el aberrante proceder de los mal llamados falsos positivos y la razón por la cual se quedó corto con el número de menores de edad que fueron reclutados por las Farc, si bien en agosto de este año corrigió su error tras señalar que la cifra se estima en 18.766 (con conocimiento de causa puedo asegurar que por ahí pasa de largo la cantidad de víctimas de este grave crimen de guerra).

Eso sí, los colombianos esperamos la apertura de otros macrocasos sobre graves crímenes de guerra, graves violaciones a los derechos humanos y delitos de lesa humanidad que se registraron en el país durante los últimos sesenta años. La lista es larga: ataque indiscriminado de poblaciones; ataques a la misión médica; actos de violencia contra la vida, tratos crueles y tortura; ataques contra escuelas, lugares de culto y hospitales; saqueo de una ciudad o plaza; actos de violación y esclavitud sexual; esterilización forzada; ordenar el desplazamiento de la población civil y matar o herir a un combatiente en estado de indefensión, entre otros.

Sobre el punto uno del Acuerdo Final (“Reforma Rural Integrada”) sólo diré que falta andar un largo camino a fin de redistribuir equitativamente la tierra y reducir los índices de pobreza de campesinos y colonos, responsabilidad mayúscula que no sólo debería recaer en el andamiaje estatal. Con relación al punto dos (“Participación en política”) no haré referencia a la amoralidad política que rodea las curules de los exFarc en el Congreso, porque me asalta una preocupación mayor sobre las 16 circunscripciones especiales para la paz y la posibilidad de que estas sean cooptadas por disidencias y grupos criminales con presencia y dominio en estos territorios.

Al final del día, creo que el Acuerdo Final no nos ha permitido salir de este bucle de guerra y paz en el que vivimos condenados los colombianos desde el día que Bolívar y Santander partieron cobijas. Claro, reza el refranero popular que “no hay mal que dure cien años”; por eso, y muy a pesar de mi mirada pesimista, albergo la esperanza de que algún día transitemos realmente por los caminos del entendimiento.

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