Por: Javier Mozzo Peña
Aún es muy pronto para responder la pregunta acerca de qué puede esperar América Latina en la próxima administración estadounidense, sea demócrata o republicana. Pero sí se pueden expresar conjeturas en torno a aspectos que ese país no soporta de la región y que deben ser resueltos de manera urgente.
El mando de la mayor potencia mundial se definirá en noviembre entre el ex presidente Donald Trump y la posible nominada por los demócratas y actual vicepresidenta, Kamala Harris.
Las políticas estadounidenses de relaciones exteriores y económica aún están por definir, pero parecería acertado intuir, basados en análisis muy preliminares de expertos, que se inclinarán hacia atender los conflictos que han estallado en Europa, Medio Oriente y el que se cocina en el Sudeste de Asia. De la misma forma, hacia un mayor proteccionismo comercial.
Veamos las cosas en contexto: En lo que va de esta década, las prioridades del Ejecutivo estadounidense han estado enfocadas en otras regiones del planeta. Se han abierto desafíos de política exterior en Asia, Ucrania, Israel y Taiwán. También está en una profunda evaluación la alianza militar y económica con Europa, al tiempo que se mantiene una férrea competencia hegemónica con China.
La parte más alta de las prelaciones para Estados Unidos está allá.
La muestra más clara de apoyo estadounidense hacia América Latina ha sido los tratados de libre comercio firmados con varias naciones de esta parte del continente.
Pero dichos acuerdos no han sido plenamente aprovechados por nuestros países, que aún arrastran serios problemas de gobernabilidad, falta de infraestructura moderna y ausencia de políticas claras en materia de compras públicas, paentes, innovación, tecnología y desarrollo empresarial.
No se puede decir que Estados Unidos haya abandonado a la región. Los tratados comerciales y el flujo de inversión directa de todo tipo desde ese país son clara muestra de ello. Estados Unidos sigue siendo el principal socio comercial e inversionista, seguido muy de cerca por China.
Las empresas estadounidenses han sido factor preponderante para impulsar la inversión y el ahorro en América Latina. Su trabajo se ha consolidado en un modelo de exploración y explotación de materias primas para su transformación en bienes terminados de alto valor que se venden en todo el mundo. También se han enfocado en producir bienes de consumo masivo, medicinas y vehículos.
Naciones como Brasil, México, Argentina y Colombia se han afianzado como las más grandes economías de América Latina. Pero los logros distan mucho de los alcanzados por países asiáticos como Corea, Vietnam, India, Malasia o Singapur, que empezaron su senda de desarrollo en situaciones peores que las que se viven en este vecindario.
El desafío para Estados Unidos del que se habla en este momento es contener la ola migratoria. Desde que asumió Joe Biden la presidencia, su política se centró en desmantelar muchas de las restricciones impuestas por su antecesor, Donald Trump.
El año pasado entraron más de 6,3 millones de personas, de manera legal e ilegal, provenientes en buena parte de América Latina y huyendo de sus pocas oportunidades de progreso.
Ahora bien: ¿Qué es lo que no le gusta a Estados Unidos de América Latina?
Hasta que haya manifestaciones concretas de los candidatos sobre la región -que no creemos que se producirán- aventurémonos a buscar una respuesta en el más reciente informe sobre el clima de inversión de Colombia del Departamento de Estado, publicado este mes y enfocado en la administración del presidente Gustavo Petro.
Acudimos a ese informe porque el caso colombiano resulta en extremo diciente: Estados Unidos lleva tiempo sin nombrar a un embajador en propiedad y las funciones las atiende el encargado de negocios. Entonces, hay algo que está haciendo mucho ruido en la relación de ambos países.
Primero: A Estados Unidos le molesta la corrupción; las barreras arancelarias y no arancelarias; los entramados regulatorios y burocráticos por los que tienen que navegar sus compañías; las cambiantes reglas para invertir y los pocos espacios para acceder a los mercados municipales y departamentales.
Segundo, le enfada sobremanera tener un acceso limitado a ministerios y agencias de gobierno, así como la falta de consultas de agencias de regulación que afectan a las firmas estadounidenses.
Le “jarta” también la rotación de personal y la pérdida de experiencia técnica en los organismos gubernamentales, así como la ausencia total de liderazgo en agencias reguladoras, cruciales para el desempeño fluido de las empresas estadounidenses.
No soporta tampoco la lentitud de los procesos y actos administrativos inconsistentes, expedidos por agencias reguladoras, especialmente en los sectores de alimentos y medicinas.
Y le aburre expresar estas preocupaciones de manera individual ante representantes del gobierno que no toman decisiones, por lo que son canalizadas a través de representantes gremiales.
Mirando el caso colombiano, está bien que los demás países latinoamericanos pongan sus barbas a remojar. En un acto de autoevaluación y, si se quiere, de contrición, deben pensar muy bien qué impide tener un mayor flujo de inversión y de comercio con Estados Unidos.
En vez de que América Latina se pregunte qué puede esperar de Estados Unidos, mejor que reflexione en torno a qué está haciendo mal y dónde puede mejorar en sus políticas públicas.
@javimozzo