
Por Carlos Gustavo Cano*
Tras las algarabías mediáticas de los predicadores de la transición energética por decreto, desconociendo que ésta ha sido una constante de la humanidad desde su nacimiento, y no un invento de ahora, los resultados frente a las metas establecidas a partir del celebrado acuerdo de París de 2015 sobre el cambio climático son decepcionantes.
En efecto, a pesar de que las energías renovables – originadas en fuentes solares y eólicas, geotermia, baterías, hidrógeno y biocombustibles-, apenas representan el quince por ciento de la generación de la electricidad global, el año 2024 marcó el más alto pico de la historia en materia del volumen de la energía convencional.
O sea, la derivada directa del petróleo, el carbón y el gas. Esto significa, en palabras de voces tan autorizadas como las de Daniel Yergin, Peter Orzag y Atul Arya (The Troubled Energy Transition, Foreign Affairs march/april 2025), que lo que está aconteciendo, más que una genuina transición, es una ‘adición energética’.
Según la proyección de la Agencia Internacional de Energía (AIE) elaborada en 2021, a fin de cumplir tan ambicioso objetivo en el siguiente cuarto de siglo, dichas emisiones tendrían que disminuir de las 33.9 gigatoneladas (Gt) registradas en 2020 a 21.2 gigatoneladas en 2030. Y la realidad es la opuesta: en 2023 las emisiones se elevaron a 37.4 gigatoneladas. Y prosiguen en ascenso.
Otra cara de la misma moneda la muestra la meta de Estados Unidos de llegar al cincuenta por ciento de vehículos eléctricos en 2030.
Lo mismo ocurre con la energía eólica fuera de costa en ese país, con la mira de arribar a los treinta gigavatios en 2030, cuando se prevén a duras penas para ese año sólo trece gigavatios.
La creciente dependencia de la humanidad de los hidrocarburos, al menos durante la siguiente centuria, resulta ineluctable.
Existen al menos cuatro elementos esenciales de los que la especie humana no podrá liberarse para lograr subsistir, a saber: el amonio, la fuente del nitrógeno, base del imprescindible fertilizante para la alimentación humana y animal, la urea; el plástico, eje de la medicina moderna, la informática y la inteligencia artificial; y el acero y el cemento, indispensables para sustentar la construcción de la infraestructura y la vivienda que continuará requiriendo la población del mundo.
Todos derivados directos de los hidrocarburos convencionales – petróleo, carbón y gas -, como bien lo ilustra el lúcido profesor checo-canadiense Vaclav Smil de la Universidad de Manitoba en su libro sobre el tema (How the world really works, Viking 2022).
La verdad es que las alternativas renovables están resultando mucho más difíciles, costosas y complejas que lo inicialmente calculado. Es cierto que están, aunque en muy modesta proporción, añadiendo a la oferta, pero sin reducir, ni mucho menos sustituir, el uso tradicional de los hidrocarburos.
Ello constituye una señal inequívoca de que la tan proclamada meta de alcanzar en el 2050 el nivel cero-neto de emisiones de gases de efecto invernadero, es inviable.
En conclusión, lo evidente es que hasta ahora hemos adicionado algunas fuentes alternativas de energía, las denominadas renovables, pero sin reemplazar las convencionales.
Y que, en el muy largo plazo, cualquier proceso de transición necesariamente tendrá que convivir con la continuación de masivas inversiones en las fuentes de éstas últimas – las convencionales a fin de preservar la seguridad energética del planeta y la vida misma del homo sapiens.