Conflicto II: Memoria

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Por: Andrés Felipe Castañeda.–
Colombia es un país de caballeros y los caballeros no tienen memoria. Por eso cargamos la triste condena de ser colombianos, de haber nacido en una tierra incapaz de beber más sangre, de ser hijos de la esperanza que se ha mantenido viva en medio del fuego cruzado, de las sonrisas que se dibujan en rostros anónimos con el sonido de las balas como banda sonora. Por eso, digo, es probable que la memoria no haya encontrado un lugar en este paisaje extraño.
No sé si esto se deba a la sucesión de actos violentos que arrebatan vidas, palabras, promesas, sueños y de paso, ganas. Ganas de vivir, ganas de seguir adelante y ganas de recordar. Acá, recordar es morir un poco.
Tampoco sé si se deba a que al parecer, a Colombia se le secaron las lágrimas de tanto llorar a sus hijos. Una tragedia reemplazaba en la herida del alma a la anterior y uno sobre otro, los cuerpos comenzaron a colmar la tierra que los había visto nacer. Hoy, esta tierra aún fértil, no quiere seguir siendo testigo del dolor y la muerte.
Allí, en medio de la barbarie y la insensatez está Colombia: esa que tiene dos caras, esa Colombia de carnavales y masacres, ese país que ríe para no recordar el llanto, esa Colombia que hemos padecido todos desde hace ya tanto tiempo. Finalmente, creo, todos somos víctimas. En mayor o menor medida, pero víctimas al fin y al cabo.
No pretendo en estas líneas, bajo ninguna perspectiva, hacer un detallado y concienzudo análisis de nuestras tragedias. No es el espacio adecuado, ni la extensión necesaria para hacerlo. No pretendo ser depositario de una verdad absoluta e irrefutable. No. Yo defiendo mi verdad y esta es, para no ir más lejos, que Colombia ya no soporta más. El país que no tiene memoria debe hacer a un lado el odio, la sed de venganza, el anhelo de represalias para poder seguir adelante.
El compromiso con la verdad se convierte entonces en la obligación más grande, en la más ardua proeza, en el obstáculo infranqueable que el país debe sortear para poder vivir en lugar de sobrevivir. En tiempos en que se anhela de nuevo la paz, ese bien supremo e intangible, debemos romper la dictadura del presente de odio porque el compromiso es con el futuro, pero este, sin la incógnita del pasado ya resuelta, es una ecuación incompleta. El conflicto social armado –que existe, así algunos se empeñen en negarlo- es nuestro mal más grande, más no el único. Pero no es un conflicto aislado, no es una guerra caprichosa que nació 50 años atrás, sería irresponsable afirmarlo. El conflicto tiene un contexto, unos antecedentes y no podemos ahora, en el marco de un necesario cambio político y social, atribuir toda la responsabilidad a una de las partes. Las Farc han cometido crímenes atroces, han secuestrado, desplazado, torturado, desaparecido, asesinado. Han puesto al país el yugo innombrable de las minas anti-persona, se han enriquecido con el narcotráfico, con la explotación minera, con el miedo. Todo ello es innegable. Pero no han sido los únicos. Todas las partes del conflicto tienen grandes responsabilidades… las balas no reconocen a sus blancos, simplemente matan.
Son las víctimas las que necesitan la verdad; la verdad verdadera, como declaró ‘Pablo Catatumbo’ en una entrevista con el periodista Antonio Caballero. Es Colombia la que necesita reconstruir su memoria y esa verdad desnudará que todos los agentes del conflicto son responsables: las Farc, el Eln, el Epl, el Estado, los paramilitares… la lista parece no tener fin.
Las Farc son culpables de crímenes inhumanos y deben afrontarlos, deben asistir a su compromiso con la Colombia por la que han dicho levantar las armas. Deben hacerlo también los demás agentes del conflicto y el Estado, si es que en realidad tiene un compromiso con la paz.
Sucede que la paz no consiste en que los fusiles dejen de disparar. La paz es un compromiso, un pacto social que se debe asumir con entereza y valor. La paz de Colombia la debe construir Colombia sin eludir responsabilidades.
Y aunque esa memoria duela, debe ser el cimiento de un país nuevo. No podemos negar nuestra verdad. Esa que nos dice que llegamos a límites de salvajismo impracticables; esa que nos dice que es cierto que aquí en este suelo una humilde campesina murió por la explosión de un collar bomba; esa verdad que nos grita atemorizada que a los fusiles y las bombas un triste día de sumaron las motosierras y que paramilitares jugaron fútbol con la cabeza de sus víctimas; esa verdad que llorando nos contó que militares engañaron a campesinos y jóvenes en situación de vulnerabilidad, los llevaron a tierras extrañas y luego de asesinarlos, los hicieron pasar como guerrilleros caídos en combate para recibir beneficios del Estado. Los falsos positivos no son otra cosa que víctimas de sicariato patrocinado por el Gobierno.
Es que 220.000 muertos y cinco millones de víctimas es demasiado, es una cifra abrumadora, una que causa escalofríos y no es justo que la lista se haga más grande. Recuerdo ahora a ese extraño personaje, Pacífico Cabrera, interpretado por el humorista Heriberto Sandoval, que humildemente repetía que todo el mundo habla de paz, pero nadie se compromete.
Si realmente queremos que cese la horrible noche, el compromiso es también nuestro… “La paz sea con usté, Colombia”.
@acastanedamunoz

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